Nada nace, nada muere

Ciruelo de mi puerta,
si no volviese yo,
la primavera siempre
volverá. , florece.

Anónimo japonés

Nada nace, nada muere.
Nada a lo que aferrarse, nada que soltar.
El samsara es el nirvana.
No hay nada que alcanzar.

Thich Nhat Hanh1

El miedo más hondo que anida en nuestro corazón no es otro que el de dejar de ser. Tememos desaparecer, la disolución, la nada. En nuestro entorno cultural pensamos que nuestra existencia empieza con el nacimiento y termina con la muerte, como si viniéramos de la nada y hacia la nada regresáramos. Frente a esta visión de la realidad, nos aferramos a creencias culturales: algunas prometen una vida eterna en un más allá, otras aseguran que tras la muerte no queda nada. Pero el sufrimiento no nace tanto de lo que hay o no hay después de la muerte, sino de nuestras ideas sobre lo que significa existir.

El Buda, interrogado durante su vida sobre estas dos posiciones extremas —eternalismo y nihilismo—, respondió con silencio. Su enseñanza no se asienta en una creencia, sino en una experiencia directa: ni nacimiento ni muerte son realidades absolutas, sino conceptos útiles, constructos mentales que nos ayudan a orientarnos, pero que nos atrapan cuando los confundimos con la verdad. Esta visión, tan profundamente contraintuitiva desde una perspectiva occidental, encuentra, sin embargo, un eco natural en el corazón de la cultura japonesa. En ella, vida y muerte no se enfrentan, sino que se abrazan. Para Oriente la muerte no es el opuesto de la vida, sino una de sus expresiones. El japonés —tradicionalmente hablando— no piensa la muerte como un salto hacia lo opuesto, sino como una transformación dentro del mismo flujo vital. Del mismo modo que una hoja no está separada del árbol, nosotros no estamos separados de la vida que nos da forma.

Desde esta comprensión, la muerte no es una aniquilación, sino una mutación dentro de la totalidad viviente. La hoja cae en otoño, pero el árbol continúa; y en la caída de la hoja ya está presente la promesa del nuevo brote. En la visión japonesa tradicional, la vida del individuo está enraizada en la vida mayor de la naturaleza, de la familia, de los antepasados. No hay separación radical entre vivos y muertos. Los ritos ancestrales, los altares familiares, la práctica de ofrecer alimento y presencia a los difuntos son expresiones cotidianas de esta continuidad.

No Soto Zen, esta continuidad se percibe desde la experiencia de zazen: al sentarnos, no somos simplemente este cuerpo individual, esta mente con sus pensamientos. Somos una manifestación temporal de lo ilimitado. En palabras de Dogen, “estudiar la vía es estudiarse a sí mismo; estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo; olvidarse de sí mismo es ser uno con todas las existencias”. La muerte no pone fin a esta presencia, simplemente cesa una forma concreta.

Y, sin embargo, la tristeza ante la pérdida no desaparece. En Japón, como en cualquier lugar, se sufre la enfermedad, la vejez y la muerte. Se llora al ser querido. Pero lo que cambia es la perspectiva: la tristeza no nace de un corte absoluto, sino de una transformación dolorosa dentro de un continuo. Se llora desde el amor, no desde el abandono.

La cultura occidental está marcada por un miedo a la muerte que se proyecta en construcciones trascendentes, en paraísos posteriores, en la necesidad de asegurar la propia existencia más allá del tiempo. Es una cultura de producción, de redención, de lucha contra el paso del tiempo. La japonesa, por contraste, ha cultivado una aceptación profunda de la transformación. No busca sobrevivir más allá, sino vivir con autenticidad aquí, ahora, dentro del ciclo que une nacimiento, vida y muerte. El monje zen aprende a vivir sin miedo porque aprende a morir en cada instante. El camino consiste en soltar el apego a la forma, no en aferrarse a la idea de eternidad.

Thich Nhat Hanh decía: «Nuestra verdadera naturaleza es la del no-nacimiento y la no-muerte». La libertad auténtica consiste en dejar de creer que somos algo separado, que comienza y acaba, y reconocernos como expresión transitoria de algo mucho más vasto, algo sin nombre, sin forma, sin principio ni final. Desde esta visión, el acto de morir deja de ser tragedia y se convierte en regreso. No regresamos a ningún sitio fuera de nosotros, sino a la totalidad que nunca dejamos de ser. En la tradición japonesa, no se niega el dolor de la pérdida, pero se le coloca dentro de una continuidad amorosa. La familia incluye a los que ya no están, y el recuerdo es parte del presente. Por eso en los hogares japoneses se reza frente al altar de los antepasados, se pone comida para los muertos, se conversa con ellos.

Volver la mirada hacia esta sabiduría no es regresar al pasado, sino abrirnos a una comprensión que puede ayudarnos aquí y ahora. Como sugiere Viktor Frankl, cuando la vida pierde su sentido, el dolor se vuelve insoportable. Pero si la muerte puede ser vivida como parte de un proceso significativo, deja de ser un absurdo y se convierte en tránsito. El sentido no se encuentra en negar la muerte, sino en reconocer que vivir plenamente incluye saber morir.

La meditación, el sentarse en silencio, es el laboratorio de esta comprensión. En zazen, no hay nacimiento ni muerte, solo este instante. Nos sentamos con todo lo que somos y dejamos que la vida se manifieste tal como es. En esa apertura sin ideas prefijadas, emerge la comprensión profunda de que no hay que ir a ninguna parte para encontrar la eternidad: la eternidad está en cada respiración atenta, en cada gesto hecho, desde el estado de presencia, desde la compasión y en cada momento vivido sin apego.

Cuando acompañamos a alguien en su lecho de muerte, lo que ofrecemos no es una respuesta teórica, sino nuestra presencia. Nuestra serenidad es su alivio. Nuestro no-miedo es su consuelo. Y esa presencia no nace del esfuerzo, sino de la confianza silenciosa en que nada se pierde. Todo cambia. Todo se transforma. Nada desaparece del todo. Vivir es saber morir. Morir es otra forma de vivir. Desde la mirada del budismo Soto Zen, no hay línea divisoria, no hay ruptura. La práctica nos invita a abrazar la vida con total plenitud, y a dejarla ir cuando sea el momento. Sin miedo. Con gratitud.

  1. Nhat Hanh, Thich. 2018. Comprender nuestra mente. Traducido por Begoña Laka. Barcelona: Editorial Kairós. (Edición original 2017). []