La espina y el camino: Antonio Machado y la enseñanza del budismo zen

YO VOY SOÑANDO CAMINOS

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero…
-la tarde cayendo está-.
«En el corazón tenía
«la espina de una pasión;
«logré arrancármela un día:
«ya no siento el corazón».

Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:
«Aguda espina dorada,
«quién te pudiera sentir
«en el corazón clavada».

Quien se detiene a leer los versos de Antonio Machado descubre en ellos una sensibilidad íntima con el corazón humano. El poema “Yo voy soñando caminos”, escrito en su juventud y recogido en Soledades, galerías y otros poemas, es una de esas composiciones donde la experiencia personal se convierte en símbolo de lo universal. La voz del poeta avanza entre colinas doradas y encinas polvorientas, con la tarde cayendo lentamente, y en medio de ese caminar confiesa haber llevado en el corazón la espina de una pasión. Mientras esa espina estuvo allí, hería y daba vida; cuando logró arrancarla, desapareció el dolor, pero con él también el latido. “Ya no siento el corazón”, dice. Y al final, en un suspiro, anhela que aquella espina dorada volviera a clavarse en su pecho.

Hay en estas palabras una hondura que conmueve, porque nos hablan de un mecanismo tan humano como inevitable: muchas veces nos aferramos al sufrimiento como si fuera la única prueba de nuestra existencia. Cuando la vida nos hiere, sentimos que estamos plenamente vivos; cuando la herida cicatriza, aparece un vacío que confundimos con la ausencia de vida. Entonces surge la nostalgia, y casi sin darnos cuenta deseamos el regreso de la espina, aunque duela, porque con ella parecía palpitar la verdad de lo que somos.

¿Es necesario el dolor para sentirnos vivos? Machado, como tantos de nosotros, intuye la impermanencia: la pasión pasa, la tarde se oscurece, el camino se pierde. Pero en lugar de seguir caminando, se queda mirando hacia atrás, suspirando por lo que ya no está. Ese gesto, tan reconocible, es el apego a la herida que se convierte en identidad, y sin ella el yo se siente perdido.

El budismo zen ofrece una perspectiva muy distinta. La pràctica de zazen no consiste en arrancar las espinas a la fuerza, ni en guardarlas como reliquias preciosas. Nos sentamos en silencio, sin hacer nada, dejando que la vida se muestre tal como es. Si surge la espina, se siente la espina. Si se disuelve, se deja ir. No hay que añadir nostalgia ni rechazo. El corazón late porque la vida late en él, no porque una herida lo confirme.

Dogen escribió en el Genjo Koan: «Estudiar la vía del Buda es estudiarse a sí mismo; estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo; olvidarse de sí mismo es ser uno con todas las existencias.» Mientras Machado se aferra a la espina como prueba de sí mismo, la vía del zen suelta todo aferramiento al yo y lo mío y nos conduce a descubrir que nuestra existencia es todo cuanto nos rodea: el viento que sacude los álamos, el silencio del campo al caer la tardeEl corazón no necesita de la espina para sentirse vivo; la vida misma, en su despliegue continuo, es ya la espina dorada que nos atraviesa sin herirnos.

La vida cotidiana es la prueba del algodón, cuando sufrimos una pérdida amorosa, es fácil sentir que hemos perdido también el sentido de vivir. Y si el dolor finalmente se calma, aparece el vacío de quien ya no siente el corazón. En ese punto, el apego se disfraza de fidelidad: creemos que añorar el sufrimiento es honrar lo vivido. El zen nos muestra otro camino: vivir el dolor cuando está presente, sin negarlo ni maquillarlo, pero soltarlo cuando se disuelve, sin necesidad de conservarlo como identidad. El amor fue real, la herida fue real, y la cicatriz también lo es, pero la vida sigue abriéndose con la misma plenitud en cada instante.

El dolor físico puede ser una espina punzante. A zazen, no tratamos de escapar de él ni de identificarnos con él; simplemente lo observamos, lo respiramos, lo dejamos ser. Y cuando el dolor remite, no queda nostalgia, sino espacio. Un espacio limpio donde la vida continúa desplegándose. De vegades, la persona que practica se aferra a la dificultad de su mente como si solo en la lucha con los pensamientos hubiera autenticidad. Pero el zen enseña que tanto la agitación como la calma forman parte de la práctica. La espina no es el centro; el centro es sentarse y estar. Nada más.

Un día de rutina puede parecernos vacío si lo comparamos con la intensidad de un drama. Pero si nos detenemos en la atención desnuda, descubrimos que tender la ropa, cortar verduras o caminar bajo la lluvia son actos plenos, completos, atravesados por la misma vida que late en los grandes acontecimientos. La plenitud no depende de la espina; la plenitud está en la atención plena a cada instante.

Per això, cuando Machado escribe al final: «Aguda espina dorada, quien te pudiera sentir en el corazón clavada», nos encontramos ante un deseo comprensible, pero también ante una trampa. En el zen no añoramos ni siquiera lo que nos hizo vibrar. La tarde se oscurece, el sendero se borra, la espina se disuelve. Y sin embargo, seguimos caminando. La vida no se agota en la herida ni en su ausencia; la vida se abre instante tras instante, con o sin espina.

Tal vez podamos releer ese verso final con otra mirada: cada instante de nuestra vida es una espina dorada. Cada respiración, cada sonido, cada gesto atraviesa nuestro corazón con una agudeza irrepetible. No necesitamos buscar un dolor antiguo para sentirnos vivos; basta con abrirnos a la plenitud de lo que está ocurriendo ahora. El zen no necesita soñar caminos. Se sienta en el camino mismo, aquí y ahora, y descubre que cada paso, cada sombra y cada silencio son ya plenitud. El dolor, cuando aparece, se vive. Cuando desaparece, también se vive. No hay nostalgia, solo confianza.

Quizá, si Machado hubiera conocido zazen, su poema habría terminado con otra cadencia. Tal vez habría dicho: “Aguda espina dorada, gracias por haber estado; ahora sigo mi camino.” Y el poema habría concluido con la serenidad de quien sabe que cada instante, con o sin herida, es vida plena.

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