La relación entre maestro y discípulo en el budismo Soto Zen no es una relación contractual ni filial ni de amistad. Es un lazo profundo que se cultiva con el tiempo, con paciencia, con escucha y con honestidad, poniendo los zafus juntos, en el mismo dojo. Tampoco se trata de una relación jerárquica donde uno manda y otro obedece, sino de una corriente de confianza en la que dos personas comparten su compromiso con la Vía. Es por eso que esta relación, cuando se da, requiere delicadeza, claridad y también discernimiento. Como cualquier vínculo verdadero, hay formas sanas y otras menos sanas de vivirlo. En este texto queremos detenernos a reflexionar sobre lo que no conviene hacer como discípulo, no es una lista de prohibiciones, sino una forma de cuidar algo precioso.
A veces, el entusiasmo o la necesidad de pertenecer a algo más grande pueden impulsarnos a comprometernos sin haber comprendido del todo qué significa ser discípulo. El maestro no está ahí para llenar vacíos afectivos, ni para validarnos, ni para darnos respuestas prefabricadas. Tampoco está para sustituir nuestra responsabilidad o ser el espejo donde proyectamos nuestras idealizaciones. Entrar en esta relación sin haberla madurado puede llevar a frustraciones o a dependencias que no tienen nada que ver con la práctica auténtica. Antes de dar el paso, es mejor observar, compartir la práctica durante un tiempo, y dejar que la confianza crezca desde la experiencia y no desde la expectativa.
Una de las primeras actitudes que conviene evitar es la idealización. El maestro o maestra es un ser humano, con sus luces y sus sombras. Por mucho que haya despertado cierta claridad en su camino, sigue caminando, sigue practicando, y sigue confrontando sus propios límites. Idealizarlo o ponerlo en un pedestal no solo distorsiona la relación, sino que impide ver lo que la práctica nos está mostrando a través de ella: que el despertar no es un estado perfecto e inalterable, sino una forma de estar presente, real y honesta en medio de la vida tal como es.
Tampoco es sano ocultarse o fingir. Mostrar una imagen de “buen discípulo”, actuar como si todo estuviera bien o evitar hablar de nuestras dificultades, es poner una máscara que impide que la relación florezca. El maestro no necesita discípulos perfectos, sino sinceros. Fingir una práctica que no se tiene, o esconder los momentos de duda, de flojera o de dolor, es cerrar la puerta justo en el momento en que más se necesita abrirla. Mostrar nuestras contradicciones, incluso nuestras resistencias, es una forma de confianza. Es decir: estoy aquí, dispuesto a mirar.
Otra distorsión común es confundir la guía con la dependencia. El maestro está para acompañar, para señalar, para recordar lo esencial. Pero no está para decidir por nosotros, ni para decirnos qué hacer en cada momento. Ceder la propia conciencia al maestro es traicionar la práctica. De la misma manera, enfrentarse sistemáticamente a sus sugerencias desde una posición de defensa también es una forma de cerrarse. Ni sumisión ni oposición: lo que se necesita es discernimiento. Escuchar con atención, poner a prueba las palabras, y observar con honestidad qué resuena y qué no. A veces la enseñanza desafía, otras veces reconforta. Lo importante es no perder de vista que el compromiso con la verdad va por delante de cualquier apego, incluso al maestro.
También hay que tener cuidado de no usar la relación como un medio para obtener otras cosas. A veces, sin darnos cuenta, nos acercamos al maestro buscando reconocimiento, pertenencia o una forma de elevar nuestra autoestima espiritual. Pero cuando convertimos la relación en un instrumento para calmar nuestras inseguridades o para adquirir un estatus, estamos dejando de practicar. La relación discipular es un fin en sí misma: es práctica en acción, no una herramienta para otros fines.
Otro aspecto delicado es el abandono. No solo en el sentido de irse, sino en el de hacerlo sin cerrar el círculo. A veces, cuando algo se tuerce o simplemente sentimos que el camino se bifurca, nos alejamos sin mirar atrás, sin una palabra, sin agradecer. Pero lo honesto es honrar todas las relaciones que nos han transformado. Incluso si sentimos que el vínculo con el maestro ya no es fértil, irse sin expresar lo vivido, sin despedirse, sin claridad, es una forma de huida que deja residuos. Salir con respeto, con sinceridad, con gratitud —aunque haya habido conflicto— es también parte de la práctica. No se trata de permanecer por lealtad ciega, sino de asumir con madurez lo que cada etapa requiere.
La relación discipular se cultiva desde la autenticidad. No hay un modelo único, no hay una forma correcta de ser discípulo. Pero sí hay señales que indican cuándo nos estamos alejando del centro: cuando buscamos agradar en lugar de comprender, cuando callamos lo importante por miedo, cuando proyectamos en el maestro nuestras propias heridas no sanadas. La vía del zen no necesita discípulos perfectos, sino corazones dispuestos. Dispuestos a escuchar, a equivocarse, a transformar, y a volver una y otra vez al lugar donde no hay máscaras: aquí y ahora.