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Cuando la luz de la conciencia se vuelve contra sí misma
El término gaslighting proviene de una antigua obra de teatro en la que un hombre manipulaba a su esposa para hacerla dudar de su propia percepción de la realidad. Desde entonces, la palabra se ha ido popularizando y se utiliza para describir una forma de abuso psicológico en la que alguien, a través de la negación sistemática y la distorsión, logra que otra persona pierda confianza en su propio juicio. Este fenómeno puede darse en todo tipo de relaciones: de pareja, familiares, laborales… y por supuesto también en contextos espirituales. En ese caso, hablamos de gaslighting espiritual, una manipulación especialmente dañina porque se disfraza de sabiduría, desapego o enseñanza trascendente. Bajo la apariencia de guiar hacia el despertar, se induce al practicante a desconfiar de su propia experiencia interior, a dudar de su sentir y de su discernimiento.
En el camino espiritual, la confianza es una puerta esencial. Confiamos en un maestro, en una enseñanza, en una comunidad o en una práctica porque sentimos que algo en ello apunta hacia la verdad. Pero esa misma confianza indispensable, ya que nos permite soltar las defensas del ego, puede convertirse también en un punto de vulnerabilidad si se utiliza con fines de manipulación o poder.
En nuestras enseñanzas hablamos en contextos muy concretos de dejar ir las opiniones, los juicios y los pensamientos que nos separan de la realidad tal como es. Pero esa renuncia no implica anular la propia percepción, sino liberarla del filtro del ego. La práctica de zazen no busca negar lo que sentimos, sino verlo con claridad. El gaslighting espiritual distorsiona esta enseñanza al introducir la duda en el corazón mismo de la experiencia directa. Frases como «eso es solo tu ego», «tus emociones son ilusión» o «tu dolor es una forma de apego» cuando se utilizan como arma para desautorizar al otro o para silenciar su voz interior, se transforman en mecanismos de control.
Así, poco a poco, la luz de la conciencia se vuelve contra sí misma. La energía que debería iluminar el camino se utiliza para sembrar confusión. Lo que era confianza se convierte en dependencia, y la práctica pierde su autenticidad. En el zen, la relación entre maestro y discípulo se fundamenta en la confianza, no en la obediencia ciega. El estudio y la práctica de la Vía solo puede hacerlo cada persona desde su propia experiencia viva. El maestro no sustituye la mirada del discípulo, la acompaña, la afina, la devuelve hacia sí. Cuando esa relación se desequilibra y se convierte en dependencia o sumisión, el aprendizaje se desvía. La confianza se transforma en un terreno fértil para el autoengaño, y el gaslighting puede surgir disfrazado de guía compasiva o de corrección del ego. La confianza genuina no se impone ni se exige, se cultiva, floreciendo en un ambiente de respeto, escucha y reciprocidad.
El gaslighting actúa erosionando lentamente la percepción directa. La mente, en su deseo de coherencia, prefiere pensar «debo estar equivocada» antes que admitir «la persona en quien confío me está manipulando» aunque lo haga desde su propia inconsciencia. Este mecanismo natural, que busca preservar el vínculo afectivo, se convierte en una trampa peligrosa. Podríamos decir que la conciencia, en lugar de reflejar la realidad, empieza a reflejar el miedo. El espejo de la mente se enturbia con dudas, culpas y autoacusaciones. Y cuando la práctica espiritual se mezcla con esa confusión, el camino hacia la verdad se vuelve un laberinto.
El despertar no consiste en destruir al yo ni en renunciar a sentir. Consiste en ver lo que somos con claridad, más allá de los juicios, las máscaras y las interpretaciones. La práctica zen no anula la individualidad, la trasciende, revelando su interdependencia con toda la vida.
Superar un proceso de manipulación requiere volver a confiar en la propia experiencia. Zazen no es una huida del mundo, sino una forma de volver al centro. Sentarse es reencontrarse con la realidad que no puede ser manipulada. En el silencio, el pensamiento deja de ser el juez de la verdad, y la experiencia directa se convierte en maestra. Con práctica perseverante, esta confianza en la percepción inmediata se convierte en el eje de nuestra vida. No se trata de creer ciegamente en una misma, sino de reconocer que la verdad se expresa a través de la vida misma, sin necesidad de intermediarios.
Llegados a este punto es importante también tener presente nuestros propios sesgos cognitivos que pueden crear la ilusión de que nuestra percepción inmediata es infalible. Confiar demasiado en lo que sentimos, sin someterlo al contraste del silencio, la comunidad, nuestros amigos de bien o la enseñanza, puede ser otra trampa del ego. La mente humana tiene una enorme capacidad para fabricar certezas que nos confirman, y si esa confianza no se sostiene en la práctica constante de la observación desapegada, puede convertirse en un nuevo tipo de distorsión. En el zen, confiar en la propia experiencia no significa creer todo lo que aparece en la mente, sino aprender a mirar con ecuanimidad, sin aferrarse ni rechazar. La sabiduría surge de esa tensión viva entre la confianza y la duda, entre ver y seguir mirando.
Zazen es el espacio donde la mente se reorganiza sin imposición. Cada respiración calma el ruido interno, cada instante de presencia devuelve coherencia a la conciencia. En ese proceso, la autoridad externa pierde su poder. La verdadera guía ya no es una voz que dicta lo que debe hacerse, sino la vida misma manifestándose instante tras instante. Cuando comprendemos esto, ninguna manipulación puede sostenerse, porque la claridad interior no necesita justificación.
Toda relación espiritual implica una forma de poder, y por ello exige vigilancia interior. El maestro tiene experiencia; el discípulo busca orientación. Pero ambos comparten la misma práctica, despertar, ver con claridad. El poder sano se ejerce con transparencia y servicio. Cuando se usa para reforzar el ego se convierte en sombra. La práctica constante del zen es también una práctica ética, implica examinar las propias intenciones, reconocer los impulsos de dominio o sumisión, y regresar una y otra vez a la humildad del «no saber».
La verdadera autoridad en el zen no se basa en el control, sino en la presencia. No en el carisma, sino en la coherencia. El gaslighting espiritual se alimenta de la confusión, pero la práctica del zen es una escuela de claridad. Esa claridad no depende de doctrinas ni de palabras, es la luz silenciosa de la atención, la conciencia despierta que observa sin apropiarse. Cuando esa luz brilla sin obstáculos, ninguna manipulación puede sostenerse. Ningún maestro, creencia o sistema puede poseer lo que cada ser humano puede descubrir por sí mismo en la quietud del corazón. Cuando la conciencia se asienta en esa simplicidad, se libera de la duda y de la necesidad de aprobación. Entonces la luz vuelve a brillar desde su fuente original, clara, libre y sin dueño.