Hemos visto que es fundamental aprender a prestar atención a la respiración y a mantener la postura correcta. También hemos destacado la importancia de la inmovilidad en la práctica. Una vez que nos asentamos en la postura adecuada, debemos aprender a cultivar la actitud correcta, la cual puede dividirse en tres aspectos esenciales: abrir lo que está cerrado y aprender a soltar, equilibrar nuestra reactividad a través de la ecuanimidad y explorar lo que permanece oculto.
Estos tres elementos son cruciales en la práctica meditativa.
Abrir y Soltar
¿Qué es lo que permanece cerrado en nosotros? Nuestros sentidos y nuestro cuerpo suelen estar cerrados. A menudo, vivimos atrapados en nuestros pensamientos, juicios y fantasías, tan inmersos en nuestros propios mundos mentales que no prestamos atención a la experiencia directa que nos ofrecen los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Además, nuestra atención suele estar tan dispersa que las impresiones sensoriales llegan de manera muy tenue. Sin embargo, a medida que la práctica de la meditación fortalece nuestra atención y conciencia, dejamos de perdernos en nuestros pensamientos y nos volvemos más sensibles y receptivos a las impresiones sensoriales. Con el tiempo, también nuestro cuerpo comienza a abrirse. La energía, que a menudo no fluye libremente por el cuerpo, se desbloquea conforme nuestra conciencia se interioriza, y comenzamos a percibir las tensiones, los nudos y bloqueos musculares.
Existen diversos tipos de sensaciones dolorosas, y aprender a distinguirlas es uno de los primeros pasos en el proceso de apertura que acompaña a la práctica de la meditación. Algunos dolores son señales de advertencia, como cuando una mano se acerca demasiado al fuego y sentimos dolor, indicando que debemos apartarla. Pero también existe otro tipo de sufrimiento, compuesto por las tensiones y bloqueos que habitualmente ignoramos porque nuestra mente está distraída. En zazen, no es la meditación la que causa el dolor, sino que lo revela claramente, como un espejo.
Conforme meditamos en silencio, nuestra atención se despierta y tomamos conciencia de estas sensaciones dolorosas. Esto es un signo de progreso, ya que comenzamos a darnos cuenta de lo que siempre estuvo presente, pero que se ocultaba bajo el umbral de nuestra sensibilidad. Tenemos que aprender a abrirnos a este dolor y a experimentar lo que está realmente presente.
Cuando prestamos atención a estas sensaciones, debemos aprender a discernir entre las señales de peligro y el dolor derivado de la práctica. Si el dolor desaparece cuando dejamos de meditar, nos levantamos y damos un paseo, podemos estar seguros de que no es una señal de peligro, sino una consecuencia de la postura inusual o de la acumulación de tensión. No hay problema si el dolor desaparece al cambiar levemente nuestra postura. Pero si el dolor persiste o se incrementa después de interrumpir la meditación, es una señal de que estamos forzando la postura más allá de lo aconsejable y lo mejor es cambiarla o relajarla.
El dolor es un aspecto importante en el proceso de apertura. Si bien puede desaparecer al levantarnos y caminar, también puede intensificarse durante zazen. A veces, se presenta como un dolor intenso en la espalda, las rodillas o cualquier otra parte del cuerpo. Pero, ¿qué hace nuestra mente con este dolor? Al principio, tiende a resistirse, lo que solo contribuye a cerrarnos y distanciarnos de la experiencia inmediata, lo opuesto a la apertura que buscamos. La resistencia puede manifestarse de diferentes formas, como la autocompasión. Podemos soportar una sensación dolorosa durante un tiempo, pero eventualmente comenzamos a pensar: “Pobre de mí, si no me doliera tanto, estaría en un estado de gozo”. Es fácil perderse en pensamientos de autocompasión.
El miedo también es una forma de resistencia. Estamos condicionados a temer al dolor, y ese miedo nos impide abrirnos y sumergirnos plenamente en la experiencia. Cuando advertimos la presencia de esta resistencia, debemos tomar conciencia del miedo, observarlo y calmarnos hasta poder abrirnos a él. El temor a las sensaciones desagradables puede llevarnos a actuar antes de que el dolor se manifieste, lo que podríamos llamar el “síndrome del por si acaso”. Este síndrome surge con frecuencia: “Me moveré ahora por si luego siento demasiado dolor y no puedo soportarlo”. Este temor anticipatorio constituye una barrera que nos impide ver la realidad, incapacitándonos para experimentar la incomodidad y el dolor.
Otra forma de resistencia es la apatía, que se manifiesta como indiferencia hacia lo que ocurre. La mente se torna extremadamente desatenta y etiquetamos mentalmente lo que sucede de manera mecánica, sin vitalidad, a menudo sin relación con la realidad. Una mente apática no puede experimentar plenamente el momento presente. Por lo tanto, este aspecto de la práctica, abrir lo que permanece cerrado, nos obliga a reconocer las posibles formas de resistencia que puedan aparecer y a entender que eventualmente tendremos que enfrentarlas. No necesitamos juzgarlas ni resistirnos, sino simplemente esforzarnos por percibir y reconocer la autocompasión, el miedo y la apatía, para luego recordarnos a nosotros mismos que tenemos la capacidad de estar más atentos y abiertos.
En lugar de luchar o escapar, debemos calmarnos y relajar nuestra mente para que se vuelva más receptiva y flexible, más amable y relajada. Esto significa que no debemos luchar contra lo doloroso, porque al permitirnos estar más abiertos y relajados, podemos ver con mayor claridad lo que sucede. Si, por ejemplo, experimentamos dolor en la espalda y tratamos de resistirnos, ignorarlo o temerlo, no podremos comprender su naturaleza. Pero si nos tranquilizamos y nos abrimos al dolor, descubriremos que “me duele la espalda” es solo un pensamiento que se refiere a una experiencia de tensión, pinchazo, quemazón o presión. Hay una amplia gama de sensaciones posibles. Cuando nuestra mente está abierta, podemos pasar del concepto “me duele la espalda” a lo que realmente está sucediendo, una sensación transitoria que aparece y luego se desvanece. Las sensaciones pueden ser intensas y dolorosas, pero debemos experimentarlas directamente para comprender su verdadera naturaleza.
Generalmente, cuando nos resistimos al dolor, tendemos a pensar que existe una masa sólida de dolor en alguna parte del cuerpo. Sin embargo, al permitirnos experimentar las sensaciones tal como son, nos damos cuenta de que el dolor no es una masa compacta, sino más bien una vibración que se manifiesta como tensión, presión o quemazón. Debemos seguir percibiendo con claridad y darnos cuenta de que, en realidad, no hay nada sólido en el dolor. Cuando comenzamos a experimentar esto, la ilusión de solidez se disuelve y se inicia un proceso de liberación de los nudos y bloqueos energéticos que atenazan nuestro cuerpo. Permitir el libre flujo de la energía es muy terapéutico.
Es fundamental aprender a trabajar con las sensaciones dolorosas que surgen en nuestra práctica. Este es un camino que nos lleva a niveles más profundos de comprensión, y el hecho de ser conscientes de las sensaciones dolorosas es ya un signo de progreso, indicando el fortalecimiento de nuestra atención. A medida que nos acostumbramos a esta comprensión, nos adentramos en niveles más profundos, volviéndonos más flexibles, receptivos y conscientes de lo que ocurre. Así es como comenzamos a cumplir el primer requisito de la práctica: abrir lo que está cerrado. Esta apertura a la experiencia es también la base para el segundo aspecto de la práctica: equilibrar nuestras reacciones.
Ecuanimidad y Equilibrio
¿Qué entendemos por reacción? Nuestra mente, impulsada por apegos, rechazos, juicios, comparaciones y prejuicios, es reactiva. La mente es como una balanza que, al identificarse con un juicio o preferencia, pierde su equilibrio y es arrastrada por la reactividad. Solo podemos mantener el equilibrio cuando utilizamos el poder de la atención pura, esa cualidad de la conciencia que percibe sin elegir y sin preferencias. Esta conciencia sin elección es como el sol que resplandece por igual sobre todas las cosas.
¿Qué podemos hacer para que nuestra conciencia preste atención a la totalidad de la experiencia? Esto es como emprender un viaje a una tierra extraña, atravesando montañas, junglas, desiertos y bosques. Si tenemos el espíritu de un verdadero explorador, cada lugar que visitemos será interesante en sí mismo. La meditación es un viaje a través de nosotros mismos, donde cada experiencia forma parte del viaje. Momentos placenteros y dolorosos, valles y montañas, todo es parte de la práctica. La meditación consiste en explorar quiénes somos, y esta exploración requiere determinación.
Debemos procurar que todo forme parte de nuestra práctica. Las sensaciones físicas de placer y dolor, las emociones de felicidad o tristeza, de depresión o euforia, son diferentes estaciones en nuestro viaje. ¿Es posible que nos abramos a cada uno de estos estados, ser conscientes de ellos de un modo equilibrado y darnos cuenta de su verdadera naturaleza? La meditación no tiene que ver con apego o rechazo, sino con un retorno constante al presente, una apertura continua a lo que el momento nos presenta. Este equilibrio de la mente, en el que no hay elección ni censura, nos permite establecer contacto con el ritmo que subyace a nuestras actividades.
Existen ritmos en la naturaleza, en el día y la noche, en las estaciones, en la música, el deporte, la poesía y la danza. Cada actividad tiene su propio ritmo, y cuando nos conectamos con él, descubrimos una nueva sensación de armonía y gracia. Nuestra práctica también tiene su ritmo interno: el de la respiración, las sensaciones, los pensamientos, las emociones y los sonidos. Solo descubriremos este ritmo cuando dejemos de reaccionar y nos abramos a cada momento sin identificarnos ni luchar. Cuando experimentemos este ritmo podremos disfrutar de una práctica sosegada y sin esfuerzo.
Para establecer contacto con el ritmo, es necesario realizar un esfuerzo significativo: prestar atención y retornar una y otra vez al presente. Al principio, la mente está distraída, y debemos hacer el esfuerzo de controlarla y concentrarla, pero conforme lo hacemos instante tras instante, experimentaremos más momentos de equilibrio. Meditar es como aprender a montar en bicicleta. Al principio, avanzamos tambaleándonos, pero una vez que establecemos el equilibrio, se convierte en algo sencillo. Cuando comenzamos a meditar, lleva tiempo estar atentos y descubrir el ritmo adecuado. Lo único que debemos hacer es darnos cuenta de lo que existe en cada momento sin reacción. No habrá identificación ni censura, solo la aceptación plena del presente. Cada momento de atención plena asentará nuestro equilibrio y nos permitirá descubrir nuestro propio ritmo interno.
Explorar lo Oculto
El tercer aspecto de la meditación consiste en investigar lo que está oculto para desvelar la verdadera naturaleza de nuestra experiencia. Lo que está oculto es la verdad, y encubrir la verdad consiste en perdernos en los conceptos y identificarnos con ellos. Solemos confundir la experiencia con las ideas que nos forjamos sobre ella. Debemos aprender a diferenciar entre el nivel de la conceptualización y el nivel de la experiencia directa.
¿Qué ocurre cuando escuchamos el tañido de una campana? La mayoría de las personas responderán que escuchan una campana, y si escuchamos un ruido, podemos concluir que es el motor de un automóvil. Pero, en realidad, lo que escuchamos son solo sonidos, vibraciones que la mente etiqueta como “campana” o “automóvil”. Así confundimos los conceptos mentales con la realidad de la experiencia directa. Consideremos el pensamiento “me duele la rodilla”. Al meditar durante una hora, surgen sensaciones dolorosas en las rodillas. Pero “rodilla” es solo un concepto; no hay una sensación llamada “rodilla”, “espalda” o “músculo”. Lo único que experimentamos son sensaciones de tensión, dolor, presión o hormigueo.
¿Por qué es importante distinguir entre conceptos y realidad? Porque los conceptos encubren la verdad. Esta comprensión es esencial para descubrir el verdadero objetivo de nuestra práctica. Los conceptos que tenemos son inalterables; los nombres que les damos siempre son los mismos. La rodilla me dolía ayer, me duele hoy y probablemente me dolerá la próxima vez que medite. Los conceptos no solo consolidan nuestra noción de “rodilla”, sino que también nos hacen identificar esa sensación como “nuestra”. Así, no solo hay dolor en la rodilla, sino que esa rodilla es “mía”.
Pero cuando nos abrimos a lo que realmente sucede en el presente, vemos que la experiencia cambia momento a momento. Las cosas no son las mismas, ni siquiera en el más breve instante. Lo que conceptualizamos como “mi rodilla” no es más que un flujo de sensaciones que cambia constantemente y carece de solidez y permanencia. Mientras permanezcamos confinados dentro de los conceptos, seremos incapaces de ver o comprender la naturaleza transitoria de los fenómenos.
La meditación nos exige investigar lo que está oculto. Para ello, es necesario pasar del nivel de los conceptos al nivel de la experiencia directa de las sensaciones, visiones, sonidos, olores y sabores. Solo así podemos experimentar directamente la naturaleza de los pensamientos y emociones en lugar de identificarnos con su contenido. Cuando nos conectamos con la experiencia que surge en cada instante, podemos descubrir lo que antes permanecía oculto.
En primer lugar, descubrimos que todo cambia. Todo lo que habíamos considerado sólido e inmutable está sometido a un proceso de cambio constante. Hay quienes dicen “Ya sé que todo es impermanente”, pero aunque intelectualmente lo sepamos, la mayoría solo tiene un conocimiento superficial de la impermanencia, no una comprensión visceral y profunda. La meditación es un vehículo para desvelar la verdad de la impermanencia en niveles cada vez más profundos. Todo, absolutamente todo —sensaciones, pensamientos, sentimientos, sonidos y sabores— está en un proceso de disolución continua. La visión directa y profunda de este hecho desarticula todas las identificaciones y condicionamientos que alberga nuestra mente. Es improbable que alguien intente atrapar la espuma de una ola, porque sabemos que es efímera. De manera similar, todo es transitorio, y es posible verlo y experimentarlo de una forma profunda e integrada.
Cuando desarrollamos esta visión, nuestra mente es menos propensa al apego, porque entiende que, en última instancia, no hay nada a lo que aferrarse. A medida que nos desprendemos de nuestras identificaciones, apegos y condicionamientos, vemos cómo se desvanece el sufrimiento en nuestra vida. La verdad de la impermanencia también nos permite comprender la inseguridad inherente a todos los fenómenos. Las cosas son inseguras o insatisfactorias porque algo que está en constante cambio nunca podrá proporcionarnos una satisfacción duradera. Cuando lo entendemos, comenzamos a soltar, permitiendo que el flujo del cambio siga su curso.
Al comprender la impermanencia y la inseguridad, vislumbramos la verdadera joya de la iluminación: la ausencia de un yo en el proceso de mente y cuerpo. Esto significa que no hay un “alguien” al que le estén sucediendo las cosas, que este proceso no pertenece a nadie y que no hay un propietario de la experiencia. Esta comprensión sutil, pero radical transforma nuestra visión habitual, porque nuestra sabiduría crece cuando nos movemos del nivel conceptual al de la experiencia directa. Al comprender la insustancialidad, la vacuidad y la ausencia de identidad de todos los fenómenos, disminuye nuestra identificación con conceptos como “yo”, “identidad” y “mío”, que son el eje fundamental de nuestras vidas. Cuando comprendemos que el “yo” es una ilusión, un concepto creado por nosotros, comenzamos un viaje que nos lleva a integrar niveles crecientes de libertad en nuestra vida.
Solo cuando prestamos atención a lo que es real —y no a nuestras ideas sobre la realidad—, a lo que está presente en cada instante, podemos conocer de manera transformadora la impermanencia, la inseguridad y la ausencia de ego, que son las cualidades significativas de nuestra experiencia.
El Esfuerzo Correcto
Pero, ¿cómo llevamos a cabo este trabajo? ¿Cómo abrimos lo que está cerrado, equilibramos lo reactivo y exploramos lo oculto? ¿Cuáles son nuestras herramientas? Para que la meditación dé frutos, es esencial desarrollar dos cualidades: el esfuerzo y la intención correctos. Para dirigir la mente hacia un objeto determinado, necesitamos despertar la intención y el esfuerzo adecuados. A partir de ahí, todo lo demás vendrá naturalmente. Cuando ejercemos el esfuerzo adecuado para enfocar la mente, la atención, la concentración, la serenidad, la ecuanimidad, la sabiduría y la compasión aparecerán de manera natural.
El esfuerzo correcto consiste en cultivar una flexibilidad y disposición que mantengan vivo nuestro interés por conocer la verdad. Si nuestra motivación es el deber o la obligación, la mente se rebelará. La atención plena no implica tensión, aunque al principio de la práctica pueda confundirse con ella. Una imagen útil para comprender el espíritu con el que debemos abordar el esfuerzo y la intención correctos es la ceremonia japonesa del té, donde cada movimiento es realizado con atención y precisión exquisitas. Sostener una servilleta o verter te implica diferentes movimientos, pero todos se realizan con el mismo cuidado, mostrando una delicadeza, ligereza y gracia únicas.
¿Podemos transformar nuestra jornada —o al menos parte de ella— en una especie de ceremonia del té, donde cada movimiento se convierta en una auténtica ceremonia? Si practicamos de este modo, nos asombraremos de lo rápidamente que nuestra concentración y comprensión se profundizan y maduran.